jueves, octubre 15, 2009

Indignación, Philip Roth

Trad. Jordi Fibla. Mondadori, Barcelona, 2009. 165 pp. 18 €.

Coradino Vega

Por más que una de sus muchas genialidades sea la del camuflaje, a veces da la sensación de que, como Saul Bellow, Philip Roth siempre está hablando de sí mismo. Es un maestro de convertir la biografía en ficción. Reviste de capas el origen de un personaje en crisis, que suele coincidir con el suyo, en una concatenación de variaciones como si fuera una fuga (véanse La contravida o Mi vida como hombre) o mediante una serie de álter egos que aumentan la sensación de ficción (Tornapol, Kepesh, Portnoy, pero sobre todo, Nathan Zuckerman). De este modo si uno lee su libro más endeble, Los hechos. Autobiografía de un novelista, comprende que se trata de un innecesario pliego de descarga, una autorreferencial manera de recordar: «¡Oigan ustedes, por más que lo parezca, yo no soy Zuckerman!».
Son varias las novelas de Roth en las que aparece un joven nacido en Newark, excelente alumno y responsable hijo de familia, atenazado por el exceso de moral judía de unos padres honrados, amorosos y obtusos, que marcha a una universidad de provincias para tomar distancias con el hogar, dispuesto a realizar un autodiseñado plan de mejora que mezcla el estudio académico con la formación de escritor de una manera liberadora y plácida, hasta que surge un problema sexual ―el cómico aprieto que surge del intento repetido de huir de ese cómico aprieto― u otro conflicto moral, que reverdece la culpa surgida de la emancipación, y todo acaba con un acto de rebelión que a menudo deviene en colapso, poniendo de manifiesto cuál es la fuente del talento de Roth para la tragedia y para el humor: un personaje que se toma demasiado en serio a sí mismo ―la queja de la penosa existencia que supone la experiencia profana para quien ve su vocación como algo sagrado― o, como diría Malamud, uno de esos judíos que sufren más de lo que les corresponde por su mera condición de hombres.
En Indignación, ese personaje es Marcus Messner, hijo de un esforzado carnicero kosher que parece haber perdido el juicio, loco de temor por lo que la vida adulta pueda deparar a su querido hijo. De fondo, está la guerra de Corea de principios de los cincuenta, en la que terminan todos los jóvenes que no puedan justificar su condición de universitario. Por eso Marcus acaba en la puritana Universidad de Winesburg, en Ohio, para esquivar la guerra, realizarse como individuo pero, sobre todo, para huir de su paranoico padre. Nadie como Roth sabe representar mejor la dialéctica sentimental del universitario lejos de la familia: ese joven que comienza a comprender pero cuyo orgullo hace que se relacione con sus progenitores de una manera irónica y altiva, de difícil comunicación, pues la culpa queda repartida con equidad mientras la ternura subyacente impide cualquier tipo de desprecio, cinismo o humillación inmerecida. Nadie como Roth sabe representar esos diálogos entre madre e hijo, mantener mejor la intensidad emocional en las escenas en que se contraponen las dos voluntades. Uno de los momentos álgidos de la novela es la conversación que tiene Marcus con la suya, en la que se plantean el noviazgo del joven con una chica gentil y las dudas de la madre por abandonar a un padre completamente enajenado. El otro momento culmen son las disputas entre el joven Messner y el decano de la universidad, un ex colegial fanatizado que trata por todos los medios de reconducir a Marcus por el camino de la religión y lo políticamente correcto. De ese choque surge el título de la novela. Porque toda la narrativa de Roth parece tener como fuente una ira, una cólera: la indignación que producen las fuerzas de la sociedad (ya sean la comunidad judía, el puritanismo o el mccarthysmo) empeñadas en doblegar la libertad del individuo. De ahí que la obra de Roth sea también un minucioso análisis de la traición del sueño americano (su trilogía compuesta por Pastoral americana, Me casé con un comunista y La mancha humana es la mejor muestra de ello), de la vulnerabilidad del individuo en el marco de la historia reciente de un país concreto: «Porque la historia no es el telón de fondo ―dice el presidente Lanz en la página 156 del libro―… ¡la historia es el escenario!». Y el escenario de Indignación no es otro que los jóvenes estadounidenses que morían en la guerra de Corea en 1951.
Philip Roth es una fuerza torrencial que narra y narra con pautas realistas sin ser sólo un escritor realista. Su feracidad discursiva es tal, que poco le importa cumplir con las reglas que se le presumen al narrador clásico. No desvelaremos aquí la trampa epistemológica dispuesta en el desenlace de Indignación; sólo diremos que el tour de force que supone toda novela de Roth deja ese detalle a la altura de la insignificancia. Porque la obra de este autor nacido en Newark, en 1933, no deja de crecer con el paso de los años. En una de las entrevistas recientemente publicadas en España en el volumen Lecturas de mí mismo, Philip Roth habla de su método de escritura, de su tenacidad en el trabajo, de la dedicación a tiempo completo y de la depuración del texto hasta quedarse únicamente con las páginas que tengan vida. Dice también que entregarse por entero al arte es otra forma de vivir, otra manera de sentirse con intensidad vivo. De esta forma, hasta sus novelas que no aparentan el nivel de grandeza de otros de sus títulos, alcanzan el grado de absoluta obra maestra. Cuando le preguntan de dónde siguen saliendo las nuevas historias, él responde: «Del trabajo».
Pero a Philip Roth no le han concedido aún el Premio Nobel... ¿A qué están esperando?

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