viernes, mayo 15, 2009

El corrector, Ricardo Menéndez Salmón

Seix Barral, Barcelona, 2009. 143 pp. 17,50 €

Ángeles López

Que no es el mejor de los tres libros invertidos en hablar del “mal” de este autor gijonense, lo digo antes de que el lector me lo recrimine por lo bajini... Pero que está escrito con las manos llenas de dolor y sabiduría –que, en ocasiones, viene a ser lo mismo- sobre los claroscuros del alma, es absolutamente incuestionable. Sin duda el más logrado volumen de la trilogía que nos ocupa es La ofensa y el propio autor bien lo sabe, pero, como a toda argumentación –y más aún la literaria-, es preciso ponerle el sombrero en algún momento, para culminar el ochomil de la empresa. Supongo que bajo esa premisa nació El corrector, a sabiendas de que sería el hermano pobre de la trama, aunque el más necesario, en tanto que cierra la tentativa narrativa –e ideológica- enunciada tres años atrás. Alguien dijo que los libros que no hablan de amor es que no saben de lo que hablan y tal máxima no le coge en un renuncio a Menéndez Salmón porque se afana en su antónimo; más aún, en los muchos reversos que gasta el amor: llámese miedo, dolor, fraude, mentira, maldad, inflación del alma... Y de ahí bebe el aire doliente –tan benéfico- que gastan las palabras de Salmón, tan sabedor del alma humana y tan honesto en su verbo. Ya sabíamos que la gente muere. Que la gente mata... Que la gente miente y luego oculta sus cadáveres bajo alfombras de grueso pelo. Ahora, gracias a este escritor que se viste con la palabra justa por los pies de la literatura, sabemos también que hay “flojos de pantalón” –Rosendo dixit- que alimentan sus desatinos en la creencia de que el resto de los mortales es miope o imbécil. El novelista de lirismo visionario no denuncia, sólo nos lo recuerda... Que ya es bastante. Por ello, adentrarse en las páginas de este último “¿paratexto?” resulta ácido y lacerante. Leerle es dolerse porque tanto su verbo como su argumentación resultan auténticos decapantes para el espíritu, como pudiera serlo media hemina de vinagre. Revisarle –sus obras merecen más de un acercamiento, créanme- es llegar a la conclusión de que sus textos resultan fundacionales y remiten a la sincronicidad de otro grande europeo: Philippe Claudel. Si leen, al hilo de El corrector, El informe Brodeck del francés, comprobarán que hay una hebra invisible que une las sensibilidades estéticas y las preocupaciones metafísicas de ambos autores. No porque uno beba del otro si no, tal vez, porque ambos gasten un retropaladar semejante a la hora de retratar la percepción del “daño”, una misma humildad en la prosa y una magia en el idioma alejada de todo cairel. En mi humilde opinión entrenada en novedades editoriales, ambos conforman el “dream team” del viejo continente, empeñados en la militancia de la alta prosa. Uno y otro, sin pretenderlo, están confeccionando una literatura destinada a perdurar pues está fabricada para ser testigo de su tiempo. No en vano, y aunque parezca un contrasentido, sus libros... se están escribiendo mañana.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Humildad en la prosa? La falta de humildad en la prosa y en el tratamiento de los temas es de lo que adolecen los libros de Ricardo Menéndez Salmón.

Anónimo dijo...

¿gijonense?

Curioso gentilicio, a fe mía.

Anónimo dijo...

Más sencillo:
es gijonés, y la confusión es comprensible por el gentilicio de Jijona.
Un poco cansina la crítica diagonal, y menos constructiva.

Por otra parte, "Derrumbe" y "El corrector" son dos novelas en las que el lenguaje está más depurado, menos sobreadjetivadas las oraciones, y de ahí, imagino, la idea de humildad en el texto.