jueves, diciembre 06, 2007

Cuentos contados dos veces, Nathaniel Hawthorne

Trad. Marcelo Cohen. Acantilado, Barcelona, 2007. 474 pp. 28 €

Marta Sanz

¿Quién es Nathaniel Hawthorne? ¿Es Hawthorne el mismo que, en primera persona, coloca al lector delante del fuego en una recogida habitación y le invita a mirar por la ventana? Con una pata en la realidad y otra en la imaginación, el autor plasma costumbres y personajes como símbolos de diferentes visiones del mundo en un tiempo de epifanía nacional pero... ¿dónde se coloca realmente el autor de La letra escarlata o La casa de los siete tejados? Ya el prefacio es sorprendente: el que se autodenomina «el hombre de letras más oscuro de Norteamérica» habla de sí mismo en tercera persona y declara que el Autor no ha escrito movido por el amortiguado reconocimiento del Público, sino por el mero placer de la escritura: va de la contemplación a la fantasía y se regodea en el lenguaje, en la creación de estampas que convierten estos cuentos en extrañísimos apuntes costumbristas. El adjetivo extrañísimos surge de la perspectiva desde la que se narra, de esa perspectiva lábil que puede —o no— ser la del mismo Hawthorne: si bien lo identificamos con la voz narrativa de “La jornada de un portazguero” —Hawthorne fue empleado de aduanas—, cuesta mucho más asimilarlo a la mano que, en “El paseo de Annie”, coge a la pequeña y la lleva, sin permiso de su madre, de paseo por la ciudad: el retrato se enturbia por la inquietud que genera la identidad de ese raptor provisional quizá perverso o quizá mero paseante que quiere dar gusto a una niña regalándole dulces... La mejor metáfora sobre el punto de vista es la que da lugar a “El velo negro del pastor”: el velo negro del contemplador coloca un velo negro sobre cada uno de los rostros contemplados...
Pero ese problema —quiero decir ‘ese hallazgo’— con el punto de vista se acentúa cuando Hawthorne se remonta a la época de los puritanos para presentarlos como intolerantes torturadores —el despiadado entusiasta es el epíteto con el que califica a Endicott en “El palo de mayo de Merry Mount”— y al mismo tiempo como venerables padres de la patria. Las escenas de crueldad de “Endicott y la cruz roja” ponen los pelos de punta y dan la impresión de que, detrás de esa cadencia panfletaria de la que se ha acusado al autor de Salem, una voz estuviera diciendo «arrepentíos de vuestras brutalidades y de vuestros pecados: en la construcción de esta nación se derramaron litros y litros de sangre humana»... Desde lo pequeño se intuye la truculencia y las manchas que deja la Historia, los sacrificios y la crueldad de las metamorfosis, la complejidad del mosaico ideológico y sentimental, sus recomposiciones y claroscuros, y todo ello en un tono amable que —el propio Hawthorne lo confiesa— es así porque trata de respetar la imagen que de él se tiene: es tal vez la máscara de su máscara o el cumplimiento anticipado de la consigna vonnegutiana de que uno acaba siendo lo que parece ser. Sin renunciar al orgullo nacional, Hawthorne, sobrino de uno de los jueces de Salem involucrados en los terribles procesos, experimenta la culpa y una cerval desconfianza hacia el fanatismo: de ahí quizá proviene su sensibilidad hacia las mujeres, cabeza de turco de las represiones ortodoxas; ahí podemos ubicar La letra escarlata, la belleza de la adolescente pagana que purgará sus culpas en el ya citado “El palo de mayo de Merry Mount” o a la quebradiza Martha Pearson de “La boda entre los shakers”, un maravilloso relato en el que el autor ratifica sus reticencias contra toda forma extrema de religiosidad, a menudo representada en sus cuentos por las costumbres de sectas milenaristas como los shakers o los cuáqueros. La mirada femenina parece más sensible frente a la injusticia antinatural surgida de los preceptos del poder religioso, moral y político —los tres al mismo tiempo—, que la vanidad satisfecha de ciertos hombres que han alcanzado sus metas y pierden la capacidad de amar con las puntas de los dedos y con el corazón.
Estos Cuentos contados dos veces se caracterizan por la potencia visual de su escenas —Esther Dudley y sus desfiles de difuntos, las viruelas que comen la cara de Eleanore en “Las leyendas de la casa provincial”, la enfermedad y la decrepitud del esposo en “El pimpollo de Edgar Fane” o el baile de los viejos rejuvenecidos en “El experimento del doctor Heidegger”— y recogen relatos inclasificables en el mejor de los sentidos: alegorías como “David Swan”, “La visión de la fuente” o “El baúl de pinturas de la fantasía”; historias perturbadoras, pre-kafkianas y pre-absurdas como “Los siete vagabundos” o “Un chorro de la bomba de la ciudad”; cuentos nocturnales como “La bella doncella de blanco” o cuentos de toda la vida como “El tesoro de Peter Goldthwaite”, en el que, entre un halo de ternura y patetismo, un hombre roe como un ratón el interior de su casa a la búsqueda de un ilusorio tesoro: el concepto del ahorro se opone al del dinero imprevisto, el trabajo a la fortuna, haciendo cristalizar una ética protestante en la que el mayor pecado es la ingenuidad de los sueños y de aspirar a utopías que no nos permiten ver que la felicidad está justo delante de nuestras narices (“El destino triple”). Sorprende la preocupación, temprana y subliminalmente metaliteraria, de “Wakefield” —el auténtico cuento contado dos veces—, de “La catástrofe del señor Higginbotham” o de “Los retratos proféticos”: la ficción o la representación interfieren en la vida, la construyen, en la misma medida en que la vida retorna a las narraciones y a los simulacros artísticos. Hay que destacar el humor, negro como la pez, de “Gravillas de un cincel”: la conyugalidad feliz, la impiedad, la riqueza o la pobreza, calcifican en las opciones estéticas de la muerte, en la elección del monumento funerario. En la misma página, una muchacha tontamente ríe porque no sabe cómo reaccionar ante la muerte repentina de su gemela: es el toque de siniestra humanidad de Hawthorne, un observador que conmueve con detalles minuciosamente pintados que acentúan las legítimas pretensiones aleccionadoras de un género —el relato— cuyo origen apunta precisamente en esa dirección.
Hawthorne comienza a menudo sus cuentos con entusiasmo exclamativo, los deja fluir y los cierra con un portazo moralizante a través del que expresa la conciencia de sí mismo como artista; apabulla al lector actual con las reflexiones de un prefacio en el que, además de poner de manifiesto el valor de los discursos superpuestos a la literatura y del espacio de recepción como elementos configuradores del significado, incluye perlas como ésta: «... que un libro no provoque críticas severas es un síntoma sospechoso de alguna deficiencia en su componente popular». Piénselo dos veces de la misma manera que son contados estos cuentos a los que, a la fuerza, hay que prestar atención.

1 comentario:

carmen dijo...

Estoy descubriendo a este autor y encontré esta página al azar,¿alguien conoce una buena biografía?.Gracias