viernes, octubre 05, 2007

Tras la sombra, Hilary Mantel

Trad. Damián Alou. Global Rhythm Press, Barcelona, 2007. 527 pp. 23 €

Elia Barceló

Cuando cae en mis manos una novela protagonizada por una medium profesional y cuyo elenco de personajes está equitativamente repartido entre vivos y muertos, me resulta sencillamente imposible no leerla. Si además viene avalada por comentarios entusiastas del Times Literary Supplement, el Observer, el Times y otras publicaciones prestigiosas y además, a M. John Harrison —especialista en fantástico, buen escritor y mejor crítico literario— le ha parecido, según reza la contracubierta: «Despiadada, asombrosamente subversiva y escandalosamente divertida», es evidente que tengo que dejar para después la novela que tenía pensado empezar a leer y lanzarme a ésta.
Y ahí empiezan los problemas, porque Tras la sombra es, en mi opinión, cualquier cosa menos divertida y además, a pesar de los fantasmas que pueblan sus páginas, no es una novela del género fantástico.
Por supuesto soy consciente de que el humor es una cosa muy personal y lo que a mí no me parece gracioso puede resultar muy divertido para otro lector, especialmente si es británico y lo lee en su idioma. Lo que sí puedo asegurar es que, si se trata de una novela divertida, su humor es enormemente cruel y, caso de excitar la risa del lector —a mí no me ha sucedido—, el tipo de risa es de las que se quedan enganchadas en la garganta y no resultan liberadoras.
Hilary Mantel ha escrito una novela dolorosa, que puede leerse en clave casi alegórica, para mostrarnos las miserias de las clases baja y media–baja de la Inglaterra actual, usando como herramienta el mundo de después de esta vida que, de modo nada sorprendente, es tan miserable, ruin y cutre como el que nos presenta en las escenas dedicadas a la vida cotidiana “real”.
La protagonista, Alison Hart, es una mujer de unos treinta años cuando se abre la novela, medium auténtica —quiero decir, que tiene contacto real con los espíritus de los muertos— y profesional, ya que se dedica a hacer sesiones y espectáculos para ganarse la vida, obesa hasta lo grotesco y con una psique totalmente destrozada por los traumas extremos que sufrió en su infancia y que vamos descubriendo con el paso de las páginas. En una de sus sesiones conoce a Colette, una mujer de su edad, recién divorciada, en paro, extremadamente delgada, prototipo de mujeres frustradas, vacías, sin futuro, que pronto se convierte en su asistente personal y casi en su media naranja.
El lector sigue a esta extraña pareja a lo largo de 527 páginas y asiste a su primera fase de amistad, casi equivalente a un enamoramiento, a sus planes y proyectos, a la compra de una casa en la que vivirán las dos, a sus sesiones de trabajo... y en el proceso va conociendo no sólo a la esotérica fauna de videntes, mediums y embaucadores que constituyen el entorno de Alison, sino también a la mucho más extraña compañía de guías espirituales, fantasmas y demonios que le destrozan la vida física y la estabilidad mental, sin que Colette llegue nunca a comprender realmente qué está pasando. También, a lo largo de las páginas, va saliendo a la luz el horrible pasado de Alison que ella ha conseguido casi olvidar por completo y ha encapsulado en una gruesa capa de grasa como defensa frente al mundo.
Hilary Mantel pinta un cuadro de las capas inferiores y medias de la sociedad británica que resulta francamente escalofriante, quizá también porque, en muchos aspectos, se parece mucho a la española: reajustes de plantilla que dejan a la gente sin trabajo, especulación inmobiliaria, inmigración, violencia doméstica, consumismo, problemas de alimentación y sus consecuencias, vacío interior, falta de expectativas, desesperanza, ausencia de solidaridad humana, de caridad, de amor, de alegría... una realidad casi esperpéntica que es, posiblemente, lo que un lector británico percibe como gracioso.
La novela está llena de diálogos cotidianos en los que se pone de manifiesto la dificultad de verbalización y de comunicación entre las personas, así como la violencia verbal, la agresividad y el diálogo concebido como lucha, como juego de poder.
Pero es en las descripciones donde Mantel brilla esplendososamente: «De viaje. Esos días fríos y húmedos y empalagosos de después de la Navidad. La carretera, sus desechos, circunvala Londres; los matorrales se encienden de naranja con los faros y las hojas de los arbustos, envenenados a listas amarillas y verdes como un cantalupo. La luz declina sobre la carretera orbital. La hora del té en Enfield. La noche cae en Potters Bar.»
Así da comienzo la novela y así son todas las descripciones del entorno en el que se mueven los personajes, tanto los vivos como los muertos.
Porque hay muchos personajes muertos en esta historia. Personajes terribles o desgraciados o perdidos que interactúan con los vivos en un plano de total naturalidad, como en los cuentos tradicionales en los que al lector tampoco le extraña que los animales hablen. Estamos de algún modo en el género de lo maravilloso, de lo imposible aceptado como parte del mundo natural.
Alison le explica a Colette que los muertos que fueron malos o tontos en vida siguen siéndolo cuando pasan al otro plano y por eso su vida está llena de espíritus malos y tontos que la acosan. El paso al otro lado no dignifica, no ennoblece; el diablo existe e incluso organiza cursos de reciclaje y concede puestos en su administración, ascensos y promociones a quien sepa ganárselos.
La novela está construida de un modo que se aleja voluntariamente de los recursos habituales en la literatura fantástica, de terror o de misterio. No hay apenas creación de suspense, a pesar de que hay muchas cosas que el lector quiere saber y que se irán desvelando conforme avanza el texto. Pero no hay tensión, no hay cliff–hangers, Mantel no construye de manera que el lector quiera pasar página y leer un capítulo más antes de apagar la luz. Puede uno dejar la lectura en cualquier punto y retomarla al día siguiente sin la imperiosa necesidad de saber cómo sigue.
Sin embargo, se trata de una buena novela, sólida y sórdida, en la que, a pesar de los fantasmas y los demonios, lo que queda en la mente del lector es la imagen de un mundo real, podrido por los propios humanos que lo habitan y que no ofrece apenas esperanzas ni siquiera en el Más Allá; un mundo donde la compra de un coche o de una casa nueva —con sus correspondientes hipotecas— es lo único que motiva a los personajes, y la omnipresente taza de té se convierte en la cura de todos los males.
No puedo terminar sin comentar que, para futuras publicaciones, la editorial Global Rhythm Press, que nos ofrece un libro muy bello —considerado como objeto, como artefacto—, debería tomarse la molestia de contratar a un corrector de pruebas. No hay casi ninguna página en la que no haya faltas tipográficas, por no hablar de cosas peores como olvido de preposiciones o relativos, o —mucho peor— fallos importantes de traducción (como hablar de “cavidades” para las “caries”) y de lengua (como esa manía de escribir “puso ceño” cada vez que un personaje frunce el ceño) o confundir el nombre de un personaje en un diálogo —con lo cual el lector se pierde irremisiblemente— o cambiar los posesivos de manera que lo que debería ser un “mis” (manos, por ejemplo) se convierte en un “sus”. Todo eso habría podido evitarse fácilmente con un buen corrector.
No es fácil traducir una novela como Tras la sombra, y Damián Alou ha hecho un buen trabajo, pero habría sido aconsejable darle un serio repaso al texto antes de entregarlo a la editorial para no obligar al lector a leer con un lápiz en la mano, aunque confieso que en mi caso puede tratarse de deformación profesional. Pero es una lástima que un libro tan atractivo estéticamente y que encierra un texto exigente, lleno de excelentes metáforas y de descripciones brillantes, esté lleno de erratas.
En resumen, una buena novela, quizá demasiado larga para la historia que cuenta, considerablemente tremendista, más orientada al cerebro que al corazón del lector y, si a uno le gusta lo excesivo y lo cutre con pinceladas de absurdo, probablemente también divertida. Yo no me he reído, pero no soy británica; tal vez sea esa la razón.

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