miércoles, febrero 28, 2007

Utilidades de las casas, Isabel Cobo

Caballo de Troya, Madrid, 2007. 139 pp. 12 €

Marta Sanz

Escribir un texto sobre un fragmento de la infancia —quizás sobre el fragmento fundamental de la infancia: una familia vive de día en la casa de abajo y va a dormir, por las noches, a la casa de arriba— conlleva un ejercicio de memoria, en el que se sacrifica la definición de los perfiles de ese ayer que, en otro momento, fue un hoy casi nítido. La mirada del adulto escribiente y alfabetizado, inseguro, se filtra entre las células ópticas de la mirada infantil. En Utilidades de las casas, la narradora —quizás la propia Isabel Cobo, que es una mujer de cuarenta y nueve años que se distancia de y se aproxima a sí misma rescatando a la niña que fue— es esa párvula con ojitos de vieja o acaso una mujer madura que aún conserva las ingenuidades de una niña: entre los ojos abiertos como platos del descubrimiento, entre el recuerdo sensorial que marca los espacios de la infancia, surge de repente una sentencia adulta, lúcida, que neutraliza la cadencia naïf de las palabras, coloca al lector los pies en el suelo y le hace comprender que quien le habla es una sola persona, de una pieza, la síntesis que resulta de amalgamar nuestros fragmentos.
A la narradora, tal vez a la escritora, de este libro le gusta escribir despacio, posiblemente para disfrutar del placer de oírse despacio, hablando para sí misma, contándose su propia biografía, tratando de culminar el difícil proceso de reconocerse en la actividad de contemplarse desde fuera por un agujerito que está en el interior de su cuerpo genético e histórico, nunca ensimismado, porque lo pequeño forma parte de lo grande y lo grande de lo pequeño. Posiblemente, por esa razón se puede sospechar que no ser mirado es lo mismo que no ser y, a partir de ese axioma, la narradora, la escritora, Isabel Cobo, pequeña y grande, se convierte en un ojo de sí misma, y se rebela contra la circunstancia de que los ojos que uno ama son una ausencia o se han ido muriendo; emprende el rescate de su propio ser y, a la vez, plantea una enseñanza metaliteraria: escribir para mirarse es una manera de existir, no necesariamente ombliguista; escribir es un acto que como mínimo lleva implícita la trascendencia de exponerse al juicio de los otros. Sin el otro, no hay literatura.
A la narradora, tal vez a la escritora, de este libro le gusta mirar sin ser vista y, sin embargo, aquí se nos ofrece a través de una voz que la visibiliza como escritora y como ser humano, ante los lectores. Hay algo de desnudez, de inusual honestidad en las páginas de Utilidades de las casas. Ningún impudor, sin embargo, en un texto que se toma a sí mismo en serio y que es valiente porque no deja resquicios para hacer trampas: la narradora, tal vez la escritora, no puede retirarse, descomprometerse, arrojar la piedra y esconder la mano, distanciarse de la página escrita, para insinuar al lector que todo era una broma, que había una ironía que la salva de sus propias palabras, que no estaba hablando totalmente en serio, que entre ella y sus frases median los mecanismos desinfectantes de la ficción y de la retórica. Isabel Cobo no se aprovecha del derecho a recular, amparándose en las brumas que, estereotipadamente, resumen el esfuerzo de la memoria: su mirada, de vieja y de niña, no es nebulosa ni ambigua, está tan perfilada que corta y, no por ser nítida, pierde su misterio.
Este libro no es una novela, ni falta que le hace. Es un libro que ni usa ni abusa de la serie de mecanismos necrosados con la que se suele gratificar al lector. Es tan solo un libro delicioso, contenido, que habla de la necesidad de mirar y de ser mirado, de la necesidad de recordar y de ser recordado, a través del uso activo de la expresión “me acuerdo de...” Luego, en detalle, quedan otras cosas muy importantes: una niña que se cría con sus abuelos, los padres ausentes, un poder adquisitivo razonable, un pueblo posiblemente del sureste español, el sentido de integración en una comunidad, la sombra de una guerra en la que hubo vencidos, perdedores, seres llenos de estigmas, el abuelo que padece un lapsus puntual de memoria, definitivo, el síntoma de una enfermedad, que lo afecta no sólo a él, sino a todos los que dejarán de ser contemplados, recordados, catalogados, queridos por él. La pérdida de la memoria de los seres que queremos nos priva de la conciencia de identidad a cada uno de nosotros. Ya no podemos decir “mírame” y que alguien se alegre de verdad por lo bien que saltamos a la comba. La amnesia, la desaparición de los seres que queremos, nos mata, y justifica la escritura de este libro en particular y de muchos otros libros, de casi todos los libros, en su búsqueda de una mirada que los juzgue y que los mime.
La abuela le cuenta a la narradora el cuento de Rayanatví, una niña que, desafiando a los dioses de la montaña, consigue evitar que a sus vecinos, amigos y hermanos se los lleven, volando por los aires, los huracanes. El truco consiste en coser los unos a los otros con un hilo casi invisible: el que Isabel Cobo también utiliza, para recordarnos con puntadas certeras, delicadas, sutiles y muy consistentes, que nada somos sin el otro. Una enseñanza sobre la vida y, como siempre, también, sobre la literatura, en el tapiz de un texto igual de limpio por delante que por detrás: en su envés no hay trampas ni nudos ni desprolijidades y el bordado puede admirarse con la misma complacencia por sus dos caras.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Describiría este libro, al igual que lo hace esta reseña, como un libro delicioso. Un libro que probablemente se haya escrito despacio para poder mimar cada palabra y, conseguir así, una impecable precisión en cada frase, en cada idea.
Esta precisión narrativa y descriptiva lo convierte en un libro que no solo se puede leer sino que también se puede ver, oler, tocar y sentir.