jueves, febrero 01, 2007

Vladimir Nabokov. Los años americanos, Brian Boyd

Trad. Daniel Najmías. Anagrama, Barcelona, 2006. 964 pp. 39 €

Esther García Llovet

Si los colonos conquistaron América con un rifle en una mano y una Biblia en la otra, Nabokov lo hizo con un cazamariposas y los cuatro volúmenes del Diccionario Dahl de tapas duras. Eso y cien dólares con los que quiso pagar el taxi a su llegada al puerto de Nueva York, en mayo de 1940, a bordo del Champlain. Va acompañado de su inseparable Véra y del pequeño Dmitri y lo único que tienen son esos cien dólares y ninguna perspectiva laboral en el nuevo país.
En esta primavera de 1940 abre Los años americanos, de Brian Boyd, la biografía más documentada y exhaustiva que se ha escrito sobre el autor, precedida de Los años rusos, otro voluminoso caso de rigor investigador y que ha ocupado más de diez años de trabajo del biógrafo, actualmente profesor en Auckland, Nueva Zelanda. Boyd ha llevado a cabo una obra monumental, un registro abrumador de cada paso de Nabokov, una incansable caza y captura de datos y fechas que en ocasiones lleva al lector a dudar de que los hechos y los acontecimientos sean por sí mismos más veraces que la vida.
Nabokov aparece minuciosamente fichado en la obra de Boyd, pero para ver y oler y tocar al sinestésico de Nabokov hay que leer Opiniones contundentes o la extraordinaria Habla, memoria. Ésta última acaba cronológicamente donde empieza Los años americanos, a su llegada a Nueva York.
Los primeros meses sobrevivieron con las clases particulares de ruso que Nabokov impartía hasta que la casualidad llevó a que ése verano un primo suyo conociera a Edmund Wilson, considerado el mejor crítico literario de la época y entonces director de The New Republic, donde Nabokov empezó a trabajar casi de inmediato, pero no por mucho tiempo (aunque nunca dejó de colaborar, para bien o para mal, con Wilson). Poco después encontraría una plaza como profesor de ruso en el Wellesley College (Cambridge, Mass.), de donde pasó a la Universidad de Cornell (Ithaca) en 1948, de ahí a Harvard (Cambridge, Mass.) en 1951 y vuelta a Cornell, siguiendo la tradición americana de cambiar de ciudad con cada nuevo trabajo y que al fin y al cabo constituye uno de los tres cimientos sobre los que se levanta el país: el rifle, La Biblia y la movilidad laboral.
Sus programas eran de literatura rusa («La literatura soviética no existe», subrayó sobre un proyecto de curso que le propusieron impartir) y europea y en ningún momento disimuló sus simpatías y antipatías literarias; nunca le entusiasmó Dostoyevski y El Quijote se le atravesó desde el primer momento como rueda de molino. A sus clases, cada año más populares, asistía Véra de ayudante, sentada en la primera fila, escribiendo palabras y términos rusos en la pizarra. Era ella quien una vez acabado el curso se sentaba al volante del Oldsmobile («mi Oldsmobile se traga los kilómetros como un fakir traga fuego», diría una vez) y cruzaban el país de costa a costa en busca de mariposas, una actividad para Nabokov tan preciada o más que la literatura misma (llegó a tener un puesto sin remuneración en el Museo de Zoología Comparada de Harvard y su colección privada estaba a la altura de la de un lepideroptólogo profesional). Sentían predilección por los parques nacionales y pasaron muchos veranos en moteles y lodges y hoteles de carretera.
A comienzos de julio de 1948 se detuvieron en el Skyline Ranch, en el cruce de dos carreteras, una procedente de Placerville y la otra de Dolores. Lolita estaba a punto de sacar su piruleta americana. La piruleta rusa se la había chupado ya enterita en La dádiva y en El hechicero, más de veinte años atrás. A Nabokov le llevó cinco escribir Lolita, entre cursos académicos y la interminable traducción de Eugenio Oneguin, y tuvo que esperar dos más hasta verla publicada en Olympia Press, la pequeña editorial francesa de Girodias, un editor que se dedicaba a publicar todo tipo de pornografía que cayera en sus manos y que acabó siendo la pesadilla privada de Nabokov (Lolita había sido rechazada por todas las editoriales norteamericanas a las que envió la obra).
A partir de ese momento, julio de 1955, Lolita será censurada, confiscada y llevada a juicio en Francia y en Inglaterra y pasarán tres años más hasta que se publique en Estados Unidos, con lo que las aventuras de Lolita obra y de Humbert personaje acabarán corriendo la misma extraña suerte de transfuguismo y tribunales. Será Putnam's quien la publique en América finalmente, el 18 de agosto de 1657. El día 21 del mismo mes lanzaba su tercera edición. Para entonces Nabokov ya había recibido noticias de Kubrick, quien quería llevar Lolita a la pantalla y le pedía que escribiera él mismo el guión de la película con la sorprendente condición de que al final Humbert y Lolita contrajeran matrimonio. No un herpes. Matrimonio.
Nabokov fue a Hollywood. Conoció a Kubrick, fue a cócteles nocturnos donde bebió camparis junto a Gina Lollobrigida y Marilyn Monroe y al quinto mes se cansó de Beverly Hills y se fue a High Sierra a escribir el guión. Cuando meses después lo envió a Kubrick éste dijo que era el mejor guión escrito jamás en Hollywood (se acaba de publicar en España, en Galaxia Gutenberg). El guión final, reescrito por Kubrick, no conservó más que algunas pocas líneas de diálogo del original.
Nabokov y Véra regresaron a Montreux, Suiza, a donde había ido a pasar una temporada en 1959 para promocionar Lolita y estar cerca de su hijo Dmitri. Zarpó del puerto de Nueva York dejando atrás tres obras fundamentales como Lolita, Pnin y Habla, memoria y veinte años de vida en un país que le vio llegar como un desconocido de altas mejillas eslavas y lo vio partir como uno de los mejores escritores en lengua inglesa que dejó el siglo, una abultada cartera y el aspecto rechoncho y lustroso de un pensionista de Florida.
En Montreux se alojaron en el Montreux Palace Hotel, a donde llegaron en septiembre y donde acabaron quedándose a vivir, sin proponérselo, hasta la muerte de Nabokov. Ocupaban la sexta planta del ala Cygne, con vistas al lago, cuyo resplandor asalmonado iluminó Pálido Fuego, Ada o el ardor y Cosas transparentes. Y la traducción de Eugene Oneguin.
Los años sesenta y setenta fueron de relativa tranquilidad para Nabokov, con largos viajes y cacerías de mariposas por Francia e Italia, reencuentros con familiares a los que no había vuelto a ver desde 1940 y frecuentes entrevistas para prensa y televisión, a las que solía contestar por adelantado y por escrito. «Raymond Queneau y Alain Robbe-Grillet», fue lo que contestó cuando le preguntaron por los escritores franceses que mejor consideraba. La traducción anotada (1.200 páginas de notas) de Eugene Oneguin se publicó finalmente en cuatro pesados volúmenes, en 1964, en la editorial Bollingen.
En la primavera de 1977 se encontraba trabajando en la que sería su última novela, The original of Laura, cuando tuvo que ser ingresado por una infección recurrente que había contraído dos años atrás al operarse de la próstata. Después de semanas de accesos febriles murió en el hospital del Lausana, el 2 de julio de 1977, acompañado por Dmitri y por Véra, esa chica de pelo blanco que no frenaba en la carretera cuando la policía le daba el alto por ir a cien por hora y que le sobreviviría quince años más.
«Confieso que no creo en el tiempo. Me gusta plegar mi alfombra mágica, tras haberla usado, de forma que una parte del dibujo quede superpuesta a la otra. Que tropiecen las visitas, no importa» (Habla, memoria).

2 comentarios:

Javier Luján dijo...

Nabokov, un escritor no siempre bien valorado.
Un saludo.

Anónimo dijo...

excelente como siempre, tanto Nabokov como Esther